Tuesday, September 11, 2012

Gestión del Cambio: Limitados por nuestro ADN




Si usted ha pasado tiempo dentro de las organizaciones grandes, sabe que pedirles que sean ágiles estratégicamente, innovadoras inquietas o sitios de trabajo verdaderamente estimulantes –o algo más aparte de eficientes– es como pedirle a un perro que baile tango. Los perros son cuadrúpedos. Bailar es algo que no viene codificado en su ADN.

Lo mismo sucede con las corporaciones. Su ADN gerencial hace que algunas cosas sean fáciles pero otras virtualmente imposibles. La reingeniería, la contabilidad de costos, el mejoramiento continuo, la tercerización y el montaje de operaciones de manufactura por fuera de su territorio son cosas que concuerdan perfectamente con las proclividades genéticas de las compañías grandes. Todo es cuestión de mejor, más rápido y más barato o el equivalente a nivel corporativo de lo que hacen los perros al perseguir a los gatos y alzar la pata en todos los postes de la luz. Infortunadamente, para resolver algunos de los sacrificios más odiosos de la administración moderna y manejar las discontinuidades desorientadoras del mañana hará falta algo más parecido a una terapia de reemplazo genético. Permítaseme explicar.

La administración moderna no es simplemente un conjunto de herramientas y técnicas útiles: es un paradigma, para tomar un buen trozo del ya manido argot de Thomas Kuhn. 

Un paradigma es más que una manera de pensar: es una forma de ver el mundo, una idea amplia y profundamente generalizada acerca de los tipos de problemas que merecen la pena resolverse o que simplemente son susceptibles de resolverse.

Oigamos lo que dice Kuhn sobre este punto: “Un paradigma es un criterio para elegir los problemas que ... supuestamente tienen solución. En gran medida, son ellos los únicos problemas que la comunidad ... instará a sus miembros a afrontar. Otros problemas ... son rechazados por metafísicos ... o por ser sencillamente demasiado problemáticos para merecer que se les dedique tiempo. Un paradigma podría incluso aislar a la comunidad de los problemas socialmente importantes que no se pueden reducir a la forma [familiar] del rompecabezas porque no se pueden plantear en relación con las herramientas conceptuales e instrumentales que el paradigma ofrece”.


Todos somos prisioneros de nuestros paradigmas, y como gerentes somos cautivos de un paradigma que eleva la búsqueda de la eficiencia por encima de cualquier otra meta. Esto escasamente sorprende si se considera que la gerencia moderna se inventó para resolver los problemas de ineficiencia. Un poco de historia ayudará a recalcar la importancia de este punto.



Si bien es imposible fijar con exactitud la fecha de nacimiento de la administración moderna, la mayoría de los historiadores ubican a Frederick Winslow Taylor cerca del inicio de la epopeya, y lo consideran uno de los innovadores más influyentes del siglo 20. Taylor creía que el diseño del trabajo basado en un enfoque empírico determinado por los datos se traduciría en incrementos importantes de la productividad.

Taylor, en su calidad de padre de la “administración científica”, batalló contra el desperdicio de movimientos, las actividades mal diseñadas, las normas de desempeño laxas o absurdas, la falta de congruencia entre los requisitos del trabajo y las capacidades del trabajador, y los sistemas de incentivos que desalentaban los mejores esfuerzos, todos ellos adversarios que cualquier gerente del siglo 21 reconocería al instante.

Taylor sostenía que la eficiencia era el resultado de “saber exactamente lo que se espera que hagan los empleados y después cerciorarse de que lo hagan de la manera mejor y más barata”.

Creía que la administración podía convertirse en una “verdadera ciencia construida sobre los cimientos de unos principios, leyes y reglas claramente establecidos”. Para Taylor, como para todo director ejecutivo interesado en la economía y para todo consultor que predica la eficiencia, el secreto para aumentar la productividad estaba en una “administración sistemática”. En efecto, es fácil imaginar a Taylor mirando desde su cielo perfectamente organizado y sonriendo cariñosamente a los acólitos de Six Sigma que aún hoy difunden su evangelio. (Su única sorpresa podría ser que los gerentes del siglo 21 continúan obsesionados por los mismos problemas que ocuparon su mente inventiva hace cien años).

La contribución de Taylor al progreso económico, y al de la administración en general, se pone de manifiesto en más de cien años de productividad creciente en las fábricas. Por ejemplo, entre 1890 y 1958, en Estados Unidos, la producción fabril por hora de trabajo aumentó casi cinco veces, y desde entonces ha continuado creciendo. Sin embargo, este incremento de la productividad trajo consigo una mayor burocratización. ¿De qué otra manera se habría podido cumplir la meta de Taylor de mecanizar el trabajo sino construyendo una burocracia, con sus rutinas normalizadas, unas descripciones de los cargos estrechamente delimitadas, cascadas de objetivos y estructuras jerárquicas de dependencia?

Max Weber, el renombrado sociólogo alemán contemporáneo de Taylor, veía en la burocracia el súmmum de la organización social: “La experiencia universal tiende a demostrar que la organización administrativa puramente burocrática es capaz, desde un punto de vista puramente técnico, de generar el más alto grado de eficiencia y, en ese sentido es, formalmente, el medio más racional conocido para poner en práctica un control imperativo sobre los seres humanos.

Es superior a cualquier otro esquema en cuanto a precisión, estabilidad, disciplina estricta y fiabilidad. Por consiguiente, permite calcular en una medida particularmente alta los resultados para las cabezas de la organización y para quienes actúan en relación con ella”.

Varias características distinguían a la organización ideal de Weber:
  • La división del trabajo y las responsabilidades estaban claramente definidas para cada uno de los integrantes de la organización.
  • Los puestos estaban organizados en una jerarquía, la cual se traducía en una escala de autoridad.
  • Los miembros se elegían para los puestos con base en su idoneidad técnica o su formación.
  • Los gerentes trabajaban para los dueños de la empresa pero no eran los propietarios principales.
  • Todos los integrantes de la organización debían someterse a reglas estrictas y controles pertinentes para su trabajo particular. Las reglas eran impersonales y se aplicaban uniformemente.

Poco hay en esto que pudiera sorprender al gerente del siglo 21. Aunque Max Weber murió hace casi 90 años, el control, la precisión, la estabilidad, la disciplina y la fiabilidad –las características a las cuales rendía homenaje en su himno a la burocracia– son todavía hoy los cánones de la administración moderna. Aunque deploremos la “burocracia”, ella es aún el principio organizador de prácticamente todas las organizaciones públicas y comerciales del mundo, incluida la suya. Y aunque haya gerentes progresistas empeñados en mejorar sus efectos anquilosantes, son pocos los que están en capacidad de imaginar una alternativa radicalmente diferente.

Entonces, henos aquí, trabajando todavía con los rompecabezas tipo Taylor y viviendo en organizaciones tipo Weber.

Es justo aceptar que en las salas de juntas y en las oficinas ejecutivas se han reconocido muchos de los nuevos desafíos que el siglo 21 plantea para la gerencia, y ocasionalmente tropieza uno con intentos verdaderamente serios por innovar la administración (algunos de los cuales describiremos en los próximos capítulos). Sin embargo, hasta la fecha hemos visto limitado nuestro progreso a causa de un paradigma centrado en la eficiencia y basado en la burocracia. La mayoría de nosotros pensamos todavía como los perros.

El imperativo revolucionario

Entonces improvisamos, parcheamos y renovamos. Creamos proyectos y unidades de innovación en vez de organizaciones innovadoras de pies a cabeza. Damos a nuestros empleados el apelativo de “asociados” e “integrantes de equipo”, pero no ampliamos drásticamente el alcance de su discrecionalidad.

Alentamos al personal a acoger el cambio pero nos resistimos a acoger los principios del activismo de las bases. Hablamos de meritocracia, pero nos sobresaltamos ante la noción de un proceso de remuneración de 360 grados.

La verdad es que la mayoría somos partidarios del viejo paradigma. Somos integrantes de la clase burocrática. En nuestra calidad de ejecutivos, gerentes y supervisores hemos aprendido a utilizar la tecnología de la administración –las reuniones de planeación, las reuniones de presupuesto y los sistemas de medición del desempeño– para lograr que se hagan las cosas.

Más importante todavía es el hecho de que hemos aprendido a apalancar las prerrogativas de nuestros cargos, nuestro acceso al poder y nuestro pulido profesionalismo para salir adelante.
El simple hecho de hablar de revolución –especialmente de una revolución administrativa– nos pone los pelos de punta.

¿Quién quedaría arriba en caso de que las reglas y las funciones administrativas dieran un vuelco?

Sin embargo, a pesar de nuestras reservas, sabemos que la tesis central de Kuhn es indiscutible: el verdadero progreso exige una revolución. No podemos llegar arrastrando los pies hasta la siguiente curva en S. Debemos dar un salto. Debemos saltar por encima de nuestras nociones preconcebidas, de las mejores prácticas del resto del mundo, de los consejos de todos los expertos y de nuestras propias dudas. Como veremos, no es necesario dar el salto apoyados en cientos de millones de dólares ni arriesgando peligrosamente nuestras carreras. No tenemos que saltar sin tener idea de dónde hemos de caer. Sin embargo, sí es necesario saltar, aunque sea con la imaginación.

Taylor comprendía que se necesitan saltos largos del intelecto para avanzar en materia administrativa. En 1912, 50 años antes de que apareciera la obra sin precedentes de Kuhn, Taylor se presentó ante una comisión del Congreso de Estados Unidos para exponer su tesis de que la administración científica exigía nada menos que una revolución mental.

Ahora bien, en esencia, la administración científica implica una revolución mental completa de parte del hombre trabajador comprometido con cualquier tipo de establecimiento o industria –una revolución mental completa de parte de esos hombres con respecto a sus deberes laborales, a sus compañeros y a sus empleadores. Implica también una revolución mental igualmente completa de parte de quienes están del lado de la gerencia –el capataz, el superintendente, el propietario del negocio, la junta directiva– una revolución mental completa con respecto a sus deberes para con sus colegas de la gerencia, sus trabajadores y sus problemas de todos los días. Sin esta revolución mental completa de parte y parte, la administración científica no existe.

Lo mismo que otros heraldos del futuro, es probable que Taylor haya exagerado un tanto con su retórica revolucionaria, pero pocos de sus contemporáneos habrían podido rebatir su afirmación de que la administración científica representaba un asombroso rompimiento con la tradición.

Veamos: en 1890, el promedio de las compañías estadounidenses tenía cuatro empleados y unas pocas tenían más de dos centenares de trabajadores. Si usted hubiera vivido en esa época, habría tenido dificultad para imaginar que una compañía pudiera crecer hasta la escala de U.S. Steel, la cual, tras adquirir Carnegie Steel en 1901, llegó a ser la primera compañía del mundo con un valor comercial de mil millones de dólares. Habría sido casi imposible creer que una empresa fundada en 1903 –Ford Motor Company– pudiera estar produciendo más de medio millón de vehículos al año apenas diez años después, y habría sido igualmente difícil prever la convergencia de todos los avances subyacentes de la gerencia para hacer eso posible.

¿Podría el ejercicio de la administración cambiar de una manera igualmente radical durante los dos o tres primeros decenios de este siglo a como lo hizo durante los primeros años del siglo 20? Creo que sí. Más que eso, creo que debemos hacer que sea así. Los desafíos a los cuales se enfrentan los directivos de las empresas del siglo 21 son, cuando menos, igualmente sobrecogedores, emocionantes y nunca vistos que aquéllos a los cuales se enfrentaron los pioneros industriales del mundo hace cien años. Claro está que nos restringe la tradición y que la mayoría de nosotros tenemos algún interés en mantener el estado de las cosas, pero si los seres humanos pudimos inventar la organización industrial moderna, entonces podremos también reinventarla.

Hay que reconocer que no hay mayor cosa en los programas corrientes de maestría en administración, ni en los éxitos de librería, ni en los programas de desarrollo de altos ejecutivos que apunte a la existencia, en este momento, de alternativas radicales a nuestra manera de dirigir, planear, organizar, motivar y administrar. Sin embargo, los verdaderos innovadores no son prisioneros de lo que existe; ellos sueñan con lo que podría llegar a existir.

Fuente: El futuro de la administración (Gary Hamel, 2007, Grupo Editorial Norma). Este texto fue tomado de la primera parte, Por qué es importante innovar en la administración de las empresas, sección: “¿Es el final de la administración?”

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